Esta entrada se ha publicado anteriormente en mi otro blog: https://miradahistorica.com/2017/04/10/la-violencia-politica-durante-la-transicion-espanola-la-matanza-de-atocha/
La transición española, entendida como el período comprendido entre la muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975 y la victoria electoral del PSOE el 28 de octubre de 1982, se caracterizó por el paso de un régimen político dictatorial a otro democrático. Este transcurso se encauzó mediante pactos y negociaciones entre las fuerzas franquistas y las fuerzas democráticas. Toda negociación es producto de una relación de fuerzas: el franquismo disponía de todo el apoyo institucional y de una parte de la población, alineada sociológicamente con el régimen; la oposición disponía de la legitimidad democrática, del apoyo internacional y de unas bases muy activas, aunque reducidas. La continuidad del franquismo era imposible y la implantación de una democracia sin contar, al menos, con el sector aperturista del régimen tampoco era factible. De ahí la necesidad de una convergencia entre los sectores franquistas citados y las principales fuerzas de la oposición. Unos basaban su fuerza en el control de las instituciones del Estado, otros en las importantes movilizaciones populares.
Se ha querido presentar este proceso como modélico en cuanto a la transformación de un régimen dictatorial en otro democrático. Tiende a ponerse el énfasis en la capacidad de aquellos líderes políticos para la negociación, pero la Transición distó de ser un proceso ejemplar y pacífico. El grado de violencia política que produjo fue muy superior al ocurrido en Portugal con la Revolución de los Claveles –25 de abril de 1974– y el posterior proceso revolucionario, donde no hubo víctimas mortales; y también fue mucho más elevado que el acaecido durante la caída de la Dictadura de los Coroneles griega el 24 de junio de 1974, donde hubo menos de una decena de víctimas mortales y todos ellos en hechos ocurridos con posterioridad.
Recientemente se ha cuestionado el proceso de Transición democrática achacándole la culpabilidad de algunos de los problemas actuales de la democracia española. Esta acusación no tiene mucho sentido histórico; exigir más contundencia a las fuerzas democráticas de entonces en los procesos de negociación que se llevaron a cabo es no comprender bien aquella coyuntura histórica. Aunque muy debilitados y con escasos o nulos apoyos internacionales, sectores franquistas recalcitrantes ante cualquier cambio seguían controlando en bastante medida algunos resortes de poder nada despreciables: judicatura, fuerzas del orden, fuerzas armadas, etc., que en ocasiones actuaban con total autonomía del gobierno. Contaban además con otro elemento que impregnaba a muchos sectores sociales españoles: el miedo, miedo a la represión del régimen, miedo incluso a un golpe militar –Tejero y otros en 1981–, y miedo a una nueva guerra civil. Ese miedo impedía que las movilizaciones populares alcanzaran la fuerza suficiente para provocar la caída del franquismo. La incertidumbre sobre lo que pudiera pasar también favorecía a las opciones moderadas.
Las dificultades de aquella coyuntura histórica se muestran en la extrema violencia que caracterizó el período. Paloma Aguilar e Ignacio Sánchez Cuenca contabilizaron 665 fallecidos a consecuencia de la violencia política entre 1975 y 1981. El desglose de la cifra muestra el origen de estas muertes:
- Acción represiva del Estado: 162 fallecidos, un 24 %.
- Acciones de grupos terroristas de índole nacionalista: 361 fallecidos, un 54 %.
- Acciones de grupos terroristas de extrema izquierda: 67 fallecidos, un 11 %.
- Acciones de grupos terroristas de extrema derecha: 57 fallecidos, un 10 %.
Hubo por tanto, en la Transición, una confluencia de fuerzas que optaron por la práctica de la violencia política, del terrorismo en suma. La represión policial, dirigida por mandos que provenían del franquismo, se orientaba contra la izquierda, y es cierto que agravó los conflictos pero no fue un elemento impulsor de la violencia terrorista. Los grupos que la practicaban tenían sus propios objetivos, independientes de la acción policial: independencia de algún territorio, reacción a las acciones de ETA o amedrentamiento de la izquierda –en el caso de la extrema derecha–, golpes a las clases dominantes (empresarios, militares,…) por parte de la extrema izquierda. Sus acciones, independientemente de su casuística, contribuían a la inestabilización social y política e impulsaban a las fuerzas moderadas del franquismo y de la oposición a una convergencia que estabilizara el sistema político.
Uno de los ejemplos más paradigmáticos de esta violencia terrorista fue la denominada matanza de Atocha. El 24 de enero de 1977 tres pistoleros de extrema derecha penetraron en un despacho de abogados laboralistas situado en la calle Atocha, número 55 de Madrid. Los miembros de ese despacho estaban vinculados con el sindicato CC.OO. y con el PCE, aún ilegal. El resultado del asalto fue de cinco personas muertas –Enrique Valdevira, Luis J. Benavides, Francisco J. Sauquillo, Serafín Holgado y Ángel Rodríguez– y cuatro heridas. Se trataba de una provocación en toda regla a la izquierda comunista para inducir una reacción que dificultara o imposibilitara su legalización e inclusión en el nuevo sistema democrático.
El contexto de esta terrible acción se inscribe en la reacción de la extrema derecha ante la liberación de Santiago Carrillo. Este se encontraba ilegalmente en España desde febrero de 1976 y había sido detenido en diciembre de ese año y liberado poco después. Días antes del atentado se habían producido dos muertes de personas vinculadas a la izquierda –una asesinada por la Triple A y otra golpeada por un bote de humo en una manifestación–, también había sido asaltado un despacho de la UGT en Madrid que se hallaba vacío en ese momento.
La respuesta del PCE y la izquierda en general distó de la esperada por las fuerzas reaccionarias. El entierro de las víctimas de Atocha se convirtió en una multitudinaria manifestación que transcurrió sin incidentes; la solidaridad con las víctimas se extendió por todo el país a través de paros y otros actos. El Partido Comunista mostró su contención y ello favoreció, sin duda, su legalización en la Semana Santa de ese año –9 de abril de 1977–.
Esta vez el gobierno no iba a permanecer impasible ante la matanza. La prioridad para la policía fue la captura de los asesinos; ello era fundamental para dar credibilidad al proceso de democratización que se estaba produciendo. Estos no habían huido, confiando en sus contactos políticos y policiales. La Policía Armada los detuvo pocos días después, desvelándose que todos ellos estaban relacionados con Falange Española o Fuerza Nueva. Posteriores investigaciones también sacaron a la luz la probable participación de la denominada red Gladio, una organización italiana de extrema derecha.
La matanza de Atocha marcó uno de los hitos de la violencia política durante la Transición. Fue un ejemplo de cómo los sectores más reaccionarios del régimen franquista, aún poderosos, intentaban impedir, por todos los medios, cualquier proceso que condujese a la implantación de una democracia política. Ya hemos visto que no eran los únicos y que otras fuerzas nacionalistas o de extrema izquierda también se empañaban en dificultar ese proyecto. Fue, por todo ello, un proceso complicado que finalmente dio paso a un sistema democrático, imperfecto sin duda, pero resultado de la relación de fuerzas políticas y sociales existente entonces.
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